31 de mayo de 2013

Spaccavento: "Quiero encontrar los huesos de Adriana"

El 4 de noviembre de 1977, un día antes de cumplir 25 años, Adriana Spaccavento fue secuestrada por una patota del Ejército.

Fue un triunfo personal, me gané a mí mismo", dice. Y a pesar de que esto tiene una historia de 36 años, Donato Spaccavento empieza por el final. Contando que hace sólo dos meses, después que sus compañeros le insistieran durante tanto tiempo para que lo hiciera, se animó. Subió a una motito Vespa, en un día tranquilo de sol, y apareció en la sede del Equipo Argentino de Antropología Forense. Dio una muestra de sangre, y le dijo a Maco Somigliana, integrante del Equipo: "Bueno, tanto que me llamaron, acá estoy. ¿Cómo seguimos?"
Spaccavento es médico. Y fue cuadro de Montoneros en los setenta, secretario de Salud de la Ciudad de Buenos Aires, y director de la Unidad Médica Presidencial del Hospital Argerich, idea que Néstor Kirchner le compró ni bien se la propuso en el 2003.
Basado en testimonios de sobrevivientes, el EAAF pudo reconstruir bastantes cosas de la vida de su hermana Adriana, militante del Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP), secuestrada el 4 de noviembre de 1977 en la estación ferroviaria de Córdoba, encerrada y torturada en el Centro Clandestino de Detención La Perla, y convertida en obsesión y motor de una familia que la busca desde ese momento. Pero al Equipo le faltaba algo. La gota de sangre de Donato. Para cruzar su ADN con un banco de huesos que esperan.

Están en eso. Los antropólogos, trabajando. Y los miles de huesos sin nombre, esperando que la parábola cierre.

–¿Por qué tardó tantos años en dar la muestra?

–La verdad, no me atrevía. Era un acto muy complejo desde lo emotivo y desde lo sentimental. Maco me lo venía pidiendo, nos conocemos desde hace mucho, y cada vez que salía el tema, yo decía lo mismo: "¿y si encuentro los huesos de Adriana, qué hago? ¿Los llevo a que descansen con mis viejos, que fallecieron con once días de diferencia? ¿Los deposito en la ESMA? ¿O en La Perla, donde estuvo secuestrada?" Quiero encontrar sus restos para cerrar una historia, pero al mismo tiempo me envuelve el miedo de cómo seguir si pasa eso. Cuando en el 2006 murió mi vieja, después de pelear con una fuerza sobrehumana desde la Línea Fundadora de las Madres por memoria y justicia, la enterré con la pancarta que ella siempre llevaba de mi hermana. Lo viví como un capítulo terminado. Era como coronar su lucha. Algo parecido a lo que siento ahora si encuentro a Adriana. Aunque en realidad, yo nunca me separé de mi hermana. Llevo su imagen a cada marcha, a cada acto. Estamos juntos.

–¿La pancarta es otra?
–Sí (sonríe), ahora la llevamos con mi hijo mayor, Nicolás. Empezó a militar en el acto del 2004 en la ESMA. Cuando llegamos, se la di mientras estacionaba el auto, y terminó alzándola toda la tarde. Ese fue uno de los principales aportes de esta década, el incentivo para que los jóvenes recuperaran el compromiso que teníamos en otras épocas. También lo vivo con Ana, la del medio. Y con Delfina, de siete años, que hace la V y canta la marcha (se ríe). Te cuento algo medio mágico que me pasó con Ana. Antes de que naciera, se me ocurrió el nombre de repente, sin ninguna razón. Me gustó y listo. A mi hermana le decían "Cuca", de los tiempos del colegio y cuando cursó en Veterinaria. Pero un día, leyendo los testimonios de La Perla y las cosas que habían pasado en el centro clandestino, me entero que también tenía otro nombre de guerra en el ERP: Ana. No pude hablar de la impresión. Evidentemente, el nombre me lo tiró la cabeza de alguna forma que no puedo explicar racionalmente, pero no tengo dudas que existió algo.

–¿Lo habló con alguien?
–Claro, pero además, recurrí al psicoanálisis para dominar el sentimiento de culpa. Ese sentimiento de culpa que muchos tenemos por haber sobrevivido, mientras a tantos compañeros los mataron o no aparecieron nunca más. Es un sentimiento que te altera la vida. Y esa sensación la sufren sobre todo aquellos que estuvieron secuestrados y salieron. Pensar en los que quedaron, en la cama de tortura, es inaguantable. Hay un libro muy fuerte que habla de eso, no pude terminar de leerlo. Tengo una amiga que estuvo encerrada en La Perla en la misma ápoca que Adriana: nunca logré preguntarle por qué ella está viva y mi hermana no. Pero no lo digo como reproche, sino como una de las tantas derivaciones nefastas que nos dejó la dictadura en nuestros cuerpos y en nuestras cabezas.

–Más allá del tono y el contexto, la sola pregunta ya es violenta. ¿No le parece?
–Por supuesto. Es una situación muy difícil de tratar, pero en algún momento deberíamos encararla, eso deambula por el imaginario de muchos compañeros. Porque además, también generaron mucho daño aquellos contrapuntos que ponían de un lado a los que hablaban bajo tortura, y del otro a los que no lo hacían. En Montoneros juzgábamos a los que antes de entrar podrían haber dicho algo. Después no, porque el nivel de irracionalidad, el marco infrahumano y las condiciones límite de los CCD hacían imposible cualquier análisis e impresión sobre un compañero. ¿Cómo iba a tener la soberbia de juzgarlo, si yo mismo no podía imaginarme en esa situación y bajo esa presión?

–¿Qué recuerda de Adriana?
–Era una mujer muy seria para su edad, muy centrada. Había empezado a militar en la secundaria, y el momento del secuestro fue increíble. Estaba en Córdoba a punto de tomar el tren a Buenos Aires. Su plan ese 4 de noviembre era volver, festejar su cumpleaños 25 al día siguiente, y después exiliarse en Brasil. Tenía hasta el pasaje encima. La agarró una patota del Ejército, seguramente por un dato cantado. Fueron directamente a ella, la rodearon y se la llevaron a La Perla. Nunca más la vimos. Nos enteramos cuando a la casa de mi vieja llegó una carta anónima, con la firma "Un compañero". Viajamos a la provincia, pero no pasó nada. Y tampoco nos dieron información en la Iglesia. Nos recibió un alto responsable de la Curia, que directamente negó las desapariciones.

–Ahí arranca la pelea de Celia, su mamá...
–Sí, desde Línea Fundadora de Madres de Plaza de Mayo. Mi vieja entró en un proceso de depresión muy grande, pero la militancia en Madres le salvó la vida, la mantuvo en movimiento, ocupada, con ganas, a pesar de que se habían llevado a su hija. Mamá era muy particular, decía: "Yo soy peronista, pero del primer peronismo." Mi viejo era más tranquilo, periodista, corrector de El Mundo y jefe de corrección en La Opinión. Fue el tiempo en que la conocí a Lita Boitano, también de Madres. Con la familia Boitano pasó otra cosa "mágica", como la que te conté de Ana. La hija de Lita, desaparecida, también se llamaba Adriana, y había estudiado con mi hermana. Y el hijo desaparecido, Guillermo, fue compañero mío en el mismo lugar, el colegio Cristóforo Colombo. Con Lita tratamos de que pusieran una placa dedicada a los chicos, pero nunca lo logramos. En un colegio bancado por la derecha, con plata de (Silvio) Berlusconi, eso era imposible.

–En una mesa familiar de los setenta, con un hermano montonero y una hermana del PRT, debían sobrevolar las chicanas...
–Muchas, pero simpáticas. Yo le achacaba su gorilismo, el no entender al movimiento popular (sonríe), y ella me tiraba con los últimos tiempos de Perón, y la derechización del movimiento. También había bromas con nuestros orígenes en la militancia. La cargaba con que ella había empezado en la secundaria, mientras que lo mío había arrancado con los curas palotinos. Pero siempre nos respetamos y nos quisimos. Varias veces, sus propios compañeros me bancaron, cuando perdía contacto con mis responsables. Los dos sabíamos que íbamos a terminar en el mismo lado. Adriana quedó muy mal con la muerte de Julio César Provenzano, su compañero, mientras operaba una bomba en el edificio Libertad. Terminó presa en Devoto, hasta que la largaron en 1973 con la camada general. Lo increíble es que en Devoto también había muchísimos detenidos menores de edad, por decisión de Alejandro Lanusse. Yo mismo estuve preso, y me soltaron el 23 de mayo de aquel año '73, dos días antes de la liberación famosa de todos los compañeros durante la primavera camporista. Otra de las cosas que la caracterizaba a Adriana era su responsabilidad, no como yo.

–¿Por qué?
–Porque hacía cosas de las que ahora me arrepiento, con las que podría haber jodido a mi gente. Para poder cursar Medicina tenía dos documentos. Con uno entraba a la facultad por la calle Paraguay, saltando un control que los milicos ponían en la puerta. Y con otro me inscribía y firmaba mi libreta. Una verdadera locura. En todo momento apostaba a la "casualidad negativa": a mí nunca me iba a pasar lo que casualmente le estaba ocurriendo a los demás. No tenía ningún elemento de la realidad que asegurara que no me tocarían, pero aun así estaba tranquilo. En esos temas, Adriana era más fría y se cuidaba mucho. Rápidamente asumió la clandestinidad.

–¿En qué otras cosas le está ayudando el Equipo para conocer más la militancia de Adriana y lo que pasó?
–En muchas. Esta semana me llamó Maco, y me dijo que nos encontráramos, porque la investigación avanza, por suerte. Tomaron contacto con un compañero de Adriana, radicado en Europa, que podría aportar bastante. Es como hacer un tejido, para lo que ahora me siento preparado, contento, con ganas. Realmente creo en lo que hicimos en su momento, y en lo que hizo mi vieja para buscar justicia, desde el mismo instante en que nos enteramos del secuestro. Tenemos que seguir por los 30 mil. Buscar a Adriana es como seguir juntos. «


"tano, hay que cuidar a Cristina"

Un mes antes de morir, mientras estaba internado después de una operación en la que le sacaron un ateroma de la carótida, Néstor Kirchner le dijo a Spaccavento que entrara a su habitación. Era viernes, había perdido Racing, el equipo del ex presidente, y para un fanático de Independiente como Donato, la oportunidad para la chicana era inmejorable. "Mirá cómo te pusiste, lo que no sé es si te agarró algo por lo de Scioli o por el resultado de esta noche."
 
En medio de una supuesta ola de secuestros agitada por algunos medios, el gobernador, durante un acto y con Cristina adelante, salió a excusarse y decir que no podía hacer nada porque "estaba atado de manos". Kirchner explotó. "¡Scioli, diga quién le ata las manos!" El motonauta zen, experto en caer siempre parado, la arregló explicando que se refería a la justicia, pero la carótida de Néstor ya había acusado recibo del golpe.
 
Donato entró, se acercó a la cama de terapia, y el padre del proyecto le confió al oído: "Tano, hay que cuidar a Cristina."
 
Spaccavento conoció a Kirchner cuando no era Kirchner. En momentos en que el "kirchnerismo" en la ciudad de Buenos Aires era una locura, y para lo que el médico empezó a trabajar organizando reuniones en el club El Progreso, ayudado por su amigo y compañero de facultad Luis Bonomo, por esa época director del hospital de Río Gallegos. "Dejate de joder con ese lugar, vení al ministerio", le dijo Néstor del otro lado del teléfono, en pleno jolgorio por haber ganado las elecciones. "Ese lugar" era el Hospital Argerich, uno de los centros públicos porteños modelo, hoy horadado por el macrismo. Spaccavento era su director y su piloto de tormentas en plena crisis sanitaria de 2002, cuando las consecuencias del 2001 delarruísta salpicaban absolutamente todo.
 
El Tano le cambió el ministerio por otro proyecto, ambicioso, innovador, y profundamente 
estratégico: la creación de una Unidad Médica Presidencial en el mismo Argerich.
 
"Con todos los medios disponibles –dice–, y que servía para dar un mensaje: la importancia que el gobierno otorgaba al hospital público. Lo hicimos, fui el director de esa Unidad, y es algo que recuerdo siempre de una manera muy especial."
 
"Después de aquella confesión en la clínica –finaliza Spaccavento–, la última vez que vi a Néstor fue en el acto del Luna Park, cuando le habló a la juventud. Como paciente era calentón, puteaba, pero siempre seguía las reglas. Lo que pasa es que el tipo no paraba, era como un cóctel donde metía pasión, compromiso político, tensión por los enemigos que lo atacaban por los cuatro costados, y la adrenalina por hacer algo que le gustaba de verdad. No hay tratamiento y medicina que pueda con eso."

el pañuelo que Néstor se guardó sin querer

Año 2006. Acto en La Perla, Centro Clandestino de Detención estrella de la dictadura en Córdoba. Y donde había caído detenida ilegalmente Adriana Spaccavento, en noviembre de 1977. Hablan los organismos, y después, Néstor Kirchner. Llovía a baldes, y un grupo de amigos del presidente esperan a un costado del escenario.
 
Kirchner termina, y en medio de la emoción, se da vuelta y ve que Donato se acerca a abrazarlo con un pañuelo blanco en la mano, para dárselo. Kirchner, más alto, envuelve al médico por arriba de sus hombros, le saca el pañuelo blanco de la mano, lo besa, se lo pega al corazón, da una vuelta y lo muestra a la gente.
 
"La anécdota es tragicómica –sonríe Spaccavento–, porque el pañuelo no era para él. Mi vieja lo usaba siempre en la plaza, y ese día yo lo tenía como símbolo. El tema es que lo agarró, inmensamente agradecido, quebrado, no lo pude parar."
Y agrega: "Me quedé con una angustia terrible, ¿cómo hacía para que me lo devolviera? ¿Qué le decía? En el aeropuerto le conté todo a Eduardo Luis Duhalde. Se mató de risa: '¡Boludo, y ahora quién se lo pide!'.”
 
"Néstor murió –finaliza–, y para mí fue como un hermano. Con el tiempo, agradezco haberle dado el pañuelo blanco. Fue la mejor persona que lo pudo tener."

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